martes, 10 de febrero de 2009

Hijos del rigor

A veces las ideas nos persiguen como sabuesos y uno no sabe si atribuirlo a la casualidad o la cierta autonomía de los pensamientos para recurrir insistentemente, machacones. Días atrás, en una conversación, surgió nuevamente la pregunta sobre la naturaleza humana y el rol de la sociedad que lo cobija. Vuelvo, entonces, a apelar a Freud para que oficie de guía.

Cuando un individuo se aviene a integrar un grupo social y cultural, firma un contrato tácito en el cual hay obligaciones implícitas de ambas partes.

Toda cultura reposa en la imposición coercitiva del trabajo y en la renuncia a los instintos, provocando, por consiguiente, la oposición de aquellos sobre los cuales recaen tales exigencias.


Esta resistencia coexiste con la organización, está agazapada, y se manifestará en mayor o menor medida de acuerdo con la mayor o menor equidad que tenga el reparto de los bienes generados por esa sociedad. Es básico: a mayor bienestar, menor resistencia. Pero la misma cultura genera también las herramientas para defender ese patrimonio común, aunque es sabido que esos recursos suelen estar en manos de las clases dominantes.

Al lado de los bienes se sitúan ahora los medios necesarios para defender la cultura; esto es, los medios de coerción y los conducentes a reconciliar a los hombres con la cultura y compensarle sus sacrificios.

Claro que la mayoría de las veces prevalecen los medios de coerción y no las recompensas… Esto ha sido así desde el comienzo de la historia, a pesar de que hubo un avance en el terreno de las conquistas sociales a partir del siglo XVIII, que reconoció derechos hasta entonces inexistentes.

Ya en las antiguas renuncias al instinto (incesto, canibalismo, homicidio) interviene un factor psicológico. Es inexacto que el alma humana no haya realizado progreso alguno desde los tiempos más primitivos y que, en contraposición a los progresos de la ciencia y la técnica, sea hoy la misma que al principio de la Historia.

Es decir que el individuo se ha ido domesticando, adaptando sus pulsiones primarias a los requerimientos de la vida en sociedad. Y cuanto más avance esta adaptación, esta civilización, la aplicación de la fuerza para contener sus instintos ancestrales será menos necesaria.

Una de las características de nuestra evolución consiste en la transformación paulatina de la coerción externa en coerción interna por la acción de una especial instancia psíquica del hombre, el super-yo, que va acogiendo la coerción externa entre sus mandamientos.


Según Freud, llegaría un punto en que la resistencia cede y la persona y su grupo de pertenencia dejan de ser enemigos de la cultura para ser sus más encendidos defensores del status quo.

Aquellos individuos en los cuales ha tenido efecto (esta transformación) cesan de ser adversarios de la civilización y se convierten en sus más firmes sustratos. Cuanto mayor sea su número en un sector de cultura, más segura se hallará ésta y antes podrá prescindir de los medios externos de coerción.

Sin embargo, esta transformación está lejos de ser perfecta. Se puede acordar colectivamente acerca del rechazo sobre aberraciones indignantes (el genocidio, por ejemplo), pero hay conductas privadas deleznables que siguen practicándose, al amparo del silencio.

Infinitos hombres civilizados, que retrocederían temerosos ante el homicidio o el incesto, no se privan de satisfacer su codicia, sus impulsos agresivos y sus caprichos sexuales, ni de perjudicar a sus semejantes con la mentira, el fraude y la calumnia, cuando pueden hacerlo sin castigo, y así viene sucediendo desde siempre, en todas las civilizaciones.


Cuanto más poder tiene un grupo, más fácil le resultará dar rienda suelta a estos comportamientos. ¿Y qué pasa con los grupos menos favorecidos en el reparto de los bienes?

En lo que se refiere a las restricciones que sólo afectan a determinadas clases sociales, la situación se nos muestra claramente y no ha sido nunca un secreto para nadie. Es de suponer que estas clases postergadas envidiarán a los favorecidos sus privilegios y harán todo lo posible por libertarse del incremento especial de privación que sobre ellas pesa. Donde no lo consigan, surgirá en la civilización correspondiente un descontento duradero que podrá conducir a peligrosas rebeliones. Pero cuando una civilización no ha logrado evitar que la satisfacción de un cierto número de sus partícipes tenga como premisa la opresión de otros, de la mayoría quizá –y así sucede en todas las civilizaciones actuales-, es comprensible que los oprimidos desarrollen una intensa hostilidad contra la civilización que ellos mismos sostienen con el trabajo, pero de cuyos bienes no participan sino muy poco.

¿Existe algún sistema de organización social capaz de derribar esta estructura desigual de reparto de los beneficios y de las obligaciones? ¿Hay algún sistema que pueda prescindir de la coerción, es decir, de la aplicación de la fuerza, para lograr los objetivos comunes? Históricamente, oscilamos entre sistemas en los cuáles impera la ley de la selva, donde sólo sobrevive el más apto y se abandona a su suerte a los menos afortunados (sobre los cuales recae todo el peso de coerción) a sistemas donde pesa un fuerte control estatal sobre las personas y los bienes, incluso recortando derechos individuales, que luego degenera en una clase dominante burócrata y una mayoría igualada en sus necesidades.

Mientras no encontremos una o más respuestas inclusivas y satisfactorias a este interrogante, el lobo seguirá aullándole a la luna.

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