La ociosidad es la madre de la filosofía (Thomas Hobbes)
Y la ociosidad sumada a la mala programación de televisión los domingos por la noche y al descenso de la libido debería producir unos pensamientos complejos y originales… No es este el caso, pero de todas maneras la tentación de compartir un par de ideas es más fuerte y cedo a ella.
Una cosa lleva a la otra. Estoy leyendo el ensayo de Freud titulado “El porvenir de la cultura” en el que expone con suma claridad que todos los hombres tenemos tendencias autodestructivas, antisociales y anticulturales, que nos vuelven hostiles contra lo que nosotros mismo hemos construido: cultura y sociedad.
Dice Freud que los deseos instintivos, entre los que identifica el incesto, el canibalismo y el homicidio nacen de nuevo con cada criatura humana, a pesar de la condena unánime que tienen estas prácticas.
El sábado vi “La aldea” (The village, 2004) una película que mostraba un experimento social creado por personas familiares de víctimas de la violencia, para lo cual se habían aislado de las ciudades y recluido en un bosque, sin contacto con el mundo exterior. Allí habían recreado la vida a finales del siglo XIX, no usaban dinero, trabajaban comunitariamente y se manejaban democráticamente a través de un consejo conformado por los pioneros del poblado.
El propósito de la empresa era recuperar la inocencia perdida y desterrar los instintos feroces. Estaba prohibido el color rojo y adentrarse en el bosque. El tabú hacia el rojo sospecho que se relacionaba con la sangre. Para que se cumpliera el segundo precepto, los fundadores habían inventado a los “Sin nombre”, una suerte de seres malignos que acechaban en la espesura. Y de tanto en tanto montaban una puesta en escena para que el cuento fuera creíble.
Pero ninguna utopía es perfecta ni practicable: un buen día uno de los habitantes de esa Arcadia, rompió el tabú e hirió de muerte a otro hombre. Si bien el agresor no estaba en sus cabales, su acto no sólo les recordó el pasado del cual habían huido, sino que los enfrentó con la necesidad de pedir ayuda al exterior. El resto de la historia no viene a cuento, porque es en estos dos puntos en los que me quiero detener.
¿Es inherente a la naturaleza humana el impulso de aniquilar al otro, más allá de las condiciones del medio ambiente en que se desarrolle? Jean Jacques Rousseau afirma que no, que el hombre es bueno por naturaleza, pero la sociedad lo corrompe.
"Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit."
(Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro)
Este verso pertenece a Tito Marcio Plauto (254 a.C.-184 a.C.) aunque la frase fue popularizada por Thomas Hobbes en su Leviatán. Hobbes sostiene lo contrario: el ser humano es naturalmente egoísta, es la sociedad quien intenta corregir ese comportamiento.
Es muy difícil, aún teóricamente, separar al hombre de la sociedad que lo rodea. El efecto del medio ambiente es insoslayable y no hay forma de estudiar a un individuo aislado de todo contacto con otros congéneres para saber si Rousseau estaba en lo cierto. Además, no tendría demasiado sentido, ya que no sentir el impulso de matar cuando no se tiene a quién matar parece un tanto absurdo.
Hobbes en cambio lo coloca inmerso en la sociedad: son las reglas de convivencia la que nos hacen reprimir esos impulsos básicos y, por lo tanto, nos mejoran. Siguiendo este razonamiento, en un estado de anomia, término introducido por el padre de la sociología, Emile Durkheim, esas reglas desaparecen, los instintos se liberan.
Pero aún sin anomia, la adaptación social no siempre funciona y un individuo o grupo de individuos salta el cerco y se convierte en lobo. ¿O será como dice Freud y ya era un lobo, pero un lobo domesticado?
La etología (estudio del comportamiento animal) puede oponerse a este discurso, porque la manada tiene reglas, es decir, tiene una estructura social, con jerarquías muy definidas, que se regula no ya desde un comportamiento moral, sino por el gran mecanismo que rige la vida en la Tierra: la supervivencia.
El impulso vital, del que hablaba Bergson, es el que nos garantizó la continuidad como especie y tal vez dentro de ese impulso vital vienen adosados como estigmas el impulso de matar al que nos pone en peligro, de cometer incesto para asegurarnos descendencia y de comer al otro para no morir de hambre.
Cuánto más demorará la evolución en quitarnos esas marcas de origen, no lo sabemos. Ni siquiera podemos asegurar que eso ocurra alguna vez. No existe ninguna isla de Utopía, no hay Arcadia que nos proteja de nosotros mismos.
Después de todo, no somos más que frágiles, minúsculas partículas de polvo estelar movidas por un viento infinito que, por obra y gracia de los elementos, vinimos a habitar en el tercer planeta del sistema solar. Desconocemos quiénes o qué nos dieron origen y cuál es el plan final de esta obra maestra. Somos eternos huérfanos.
lunes, 2 de febrero de 2009
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