El escritor español Francisco Paco Umbral asegura que el deporte es una estilización de la guerra. Una guerra –agrego yo- de la que también toman parte los aficionados que asisten a alentar a sus respectivos ejércitos, para lo cual se valen de estandartes, indumentaria, fanfarrias, cánticos, insultos y otras manifestaciones más o menos violentas. Es decir, una guerra en la que todo vale, como en toda guerra.
Al menos así lo entienden cientos, miles de personas que en todo el planeta concurren a los espectáculos deportivos y que definimos como fanáticos (o hinchas en nuestra versión local) El diccionario define fanatismo como toda pasión exacerbada o irracional hacia algo. Es una adhesión incondicional, que no admite cuestionamientos ni críticas.
Nuevamente apelamos a El malestar de la cultura para echar un poco de luz sobre el asunto. Según Freud, el hombre se encuentra escindido entre dos tendencias contrarias: el ansia de felicidad y el ansia de seguridad. Nuestra conciencia de ser individuos es la causa de que nos sintamos solitarios, así como la corporalidad es la fuente de males como las enfermedades. Por eso, para buscar la felicidad puede imponerse la exigencia de abolir ambas facetas. La barra, la pertenencia a una masa anónima que nos identifica, es uno de los recursos que empleamos. Nos transformamos en fanáticos.
Erich Fromm, en El miedo a la libertad, lo pone aún más claro. Sostiene que todo fanatismo es un intento regresivo de escapar del surgimiento del individuo y la libertad debido al miedo que ello causa. Albert Camus, en El hombre rebelde, lo clasifica dentro de los nihilismos destructivos, es decir, que esconde un deseo oculto de muerte, ya que va contra la naturaleza humana que es mudable y flexible.
Ese colectivo, embanderado tras un lema común, crea su propia mitología y su panteón de héroes, guarda memoriosamente el record de sus batallas ganadas y rencorosamente el recuerdo de sus derrotas. No se trata de méritos, de mejor performance deportiva: se trata de vencer y regodearse con la humillación del rival.
En este contexto, apelar a la denigración del otro a través de su asimilación con grupos desvalorados o a características supuestamente negativas, es un mecanismo habitual. Así, el contrario es “cobarde”, “negro”, “marica”, “pechofrío”, etc. Así es “bolita”, “paragua”, “peruca”, “brasuca”, “sudaca”.
Esto viene a colación a lo sucedido en un partido de fútbol local el pasado domingo, en el que una parcialidad, a modo de denuesto, portaba banderas de países vecinos, para indicar el origen “espurio” de la parcialidad contraria.
Menudo revuelo mediático, con la correspondiente intervención del organismo oficial competente. Ahora bien, me pregunto si asumiendo que se trata de una ofensa no se empeora la situación y se afianza la discriminación. Porque si yo planteara ¿en qué me ofenden si me tratan de boliviano o paraguayo?, si dijéramos “es un orgullo que nos comparen con dos pueblos fieles a su historia, que demostraron bravura y altivez aún en sus horas más amargas”, el efecto de la discriminación desaparece.
Hay un exceso de celo, una preocupación tan grande por mostrarse políticamente correcto que frecuentemente se termina avalando lo que se quiere combatir. Es como quien dice “yo tengo amigos gays” para demostrar que no es homofóbico, cuando quien sinceramente no se pregunta sobre la condición sexual de sus amistades no se le ocurriría hacer esa salvedad.
La xenofobia, el miedo a lo extraño, a lo extranjero a nuestra idiosincrasia, es otro de los instintos primarios que la cultura procura contrarrestar. Primates gregarios como los chimpancés mantienen guerras feroces con sus tribus vecinas por cuestiones territoriales y de hegemonía. Recién en el siglo XX (sobre todo, luego de la terrible experiencia del nazismo) las sociedades occidentales bienpensantes lo comenzaron a ver como una disfunción y una amenaza.
Sin embargo, el monstruo sigue agazapado y resurge con cada epíteto descalificador que haga referencia a raza, etnia, religión, origen o condición social y cada vez que aceptemos esa referencia como descalificación, aún con las mejores intenciones.
martes, 10 de marzo de 2009
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