jueves, 2 de junio de 2011

Teología para ateos

¿Puede una persona cuya cosmogonía no necesita de dioses ni principio creador interesarse por la filosofía de la fe? Es evidente que sí, por lo cual la pregunta correcta sería ¿para qué o por qué se interesaría? ¿Tal vez para argumentar críticamente a la manera de Michel Onfray y concluir que las gentes de fe son pusilánimes sumidos en el oscurantismo y la magia? ¿O para maravillarse con la vastedad de la abstracción que no sólo engendra la matemática sino entidades incognoscibles a quien dota de pensamiento, voluntad y otros atributos ajenos a la condición humana?

Sumergirse en los textos exegéticos de cualquiera de las religiones conocidas invita a reflexionar principalmente sobre el hombre y sus primeras circunstancias: la conciencia de su mortalidad y su relación con el universo. Es decir que estamos frente a la metafísica, que se debate entre la ontología y la teología, esas regiones inhóspitas donde la investigación científica no alcanza a dar respuesta.

El primer filósofo que planteó cuestión ontológica fue Parménides de Elea, un presocrático que vivió alrededor del siglo V a.C. en la Magna Grecia (sur de Italia). Parménides logró la abstracción del ser, al sostener que lo real no es lo que perciben los sentidos, sino lo que aprehende el pensamiento, un producto psíquico. Es lo mismo pensar que ser (una versión anterior al cogito ergo sum de Descartes) por lo tanto, el ser es y el no-ser no es, porque no puede ser pensado. Este ser es ilimitado, infinito y eterno, es decir, es dios en la interpretación teológica de los escolásticos medievales.

Pero Baruch Spinoza, ese pensador inclasificable nacido en Holanda en 1632, de origen portugués y formación judía que se acercó al cristianismo, referente del panteísmo (dios, naturaleza y universo son la misma cosa, porque el ente es ilimitado), disiente con sus antecesores y sus contemporáneos religiosos de cualquiera de las tres grandes religiones monoteístas. Spinoza sostiene, a riesgo de ser acusado de ateísmo, que las religiones se basan en la superstición y la ignorancia:

"Si presencian algún fenómeno extraordinario que los llena de admiración, dicen que el tal prodigio es prueba de la ira divina, del enojo del Eterno; y entonces, al no orar ni hacer sacrificios lo llaman impiedad esos hombres, a quien la superstición conduce, y que lo que es la religión ignoran. Quieren que toda la Naturaleza sea cómplice de su delirio y, fecundos en ridículas ficciones, la interpretan de mil maravillosos modos".

Spinoza adjudica la verdadera causa de la superstición al temor, que es abonado por quienes sacan rédito de este temor de los hombres. Agrega que para obviar este mal se ha cuidado mucho de rodear de grande aparato y culto pomposo a toda religión falsa o verdadera para darle constante gravedad y producir en todos un profundo respeto, lo que ocasionan que no haya lugar a la razón y ni aún a la duda, tema que luego retomará Kierkegaard. Para completarla, cuestiona las ventajas materiales que tienen los que ejercen las dignidades sacerdotales y concluye que la fe se ha convertido en un conjunto de prejuicios y credulidades que transforma a los hombres racionales en brutos, privándoles del libre ejercicio de la razón. "Debe dejarse el juicio individual en libertad completa y que entienda cada uno la religión como le plazca".

En su Tratado teológico-político, este holandés curioso recomienda que la religión debe estar sojuzgada al poder político, cuyos líderes se ocuparán de gobernar y legislar, mientras que la religión se ocupará del control social, haciendo que la masa cumpla las leyes, mediante la educación en la verdad, desechando supersticiones y otras manifestaciones de la ignorancia.

Esta asimilación del ente al universo es posible si se comprende que dios y creación, dios y naturaleza, son la misma cosa. Una interpretación similar hacen los budistas para quienes el uno es el todo. Antes que Spinoza, Heráclito, Plotino y Giordano Bruno habían elaborado visiones panteístas del universo, aunque en este último no aparece el concepto de dios, sino de naturaleza y de pan-psiquismo, o sea, una especie de alma o intelecto universal.

Ahora si vamos de lleno Soren Kierkegaard, un hombre formado en el seno de la Iglesia danesa, a quien no dudó en criticar ácidamente. Kierkegaard, considerado el padre intelectual del existencialismo por su constante indagación en ese ser angustiado y solitario que es el hombre, no era ateo. Sus críticas se dirigían hacia las instituciones y a la práctica religiosa, a lo que él llamaba la hipocresía del cristianismo.

Los dos conceptos novedosos que introduce Kierkegaard a la filosofía son la subjetividad y el salto de fe. Por subjetividad entendemos que la verdad es lo que el sujeto entiende por la verdad. Esto implica que no es lo mismo la realidad objetiva y cierta que lo que la relación subjetiva de un individuo con esa realidad. Esto distingue al ser, le da entidad propia y capacidad interpretativa individual, aún cuando varios individuos coincidan en su subjetividad.

El segundo aporte, el salto de fe, es un parámetro irracional, dado que trasciende la razón por algo que no tiene explicación: la fe. Kierkegaard lo vincula tanto a la percepción que tiene el sujeto respecto de dios, como del amor. Para tener verdadera fe en dios, uno tiene que dudar de su existencia, ya que la duda es parte del pensamiento racional, que será o no superada por este concepto trascendente que es la fe. Lo mismo ocurre en el amor, que escapa al conocimiento racional: es una cuestión de fe.

Miguel de Unamuno aprendió danés para leer a Kierkegaard. Si bien primero adhiere a la doctrina teológica de creer en un dios personal, sin institucionalizarlo en iglesias ni ritos, al final de su vida se confesará ateo (Dios: ten piedad del alma de este pobre ateo, rezará su epitafio) Para el filósofo bilbaíno "todo lo vital es antirracional, no ya irracional, y todo lo racional, antivital", estableciendo una paradoja entre el ser y el conocer.

Su pensamiento podría enmarcarse en una suerte de antropología filosófica, dado que el único objeto de su filosofía es el hombre concreto, de carne y hueso, no un genérico anónimo y amorfo. Y para cada hombre hay un universo, dado que hay un mundo para cada conciencia, un mundo que no existe porque carece de sentido para cualquier otro sujeto.

Este hombre concreto está animado por un sentimiento de trascendencia, de vencer los límites de la existencia, de ansia de inmortalidad: es el sentimiento trágico de la vida, el que nos impulsa a filosofar. Esta necesidad también es la que nos impulsa a creer en dios, en nuestra constante búsqueda de la eternidad. De tal manera, la religión no es más que una proyección humana y las distintas creencias son las maneras que tiene el hombre de reflejarse a sí mismo, de acuerdo con su cultura, historia y particularidades.

Unamuno sostiene que en el politeísmo helénico la gran diferencia entre dioses y hombres era la inmortalidad. Por lo demás, los olímpicos eran perfectamente asimilables a los mortales. El paso al monoteísmo se establece por una especie de lucha de poder divino, cuando un dios del panteón desplaza a sus colegas en la preferencia de sus seguidores.

De este dios único se apodera la razón, es decir, la filosofía, y se llega así a un Dios lógico, racional, el ente supremo, el motor inmóvil. Pero este dios no es más que la proyección al infinito del hombre abstracto, del hombre no hombre. Es un dios-idea, un dios falso. Por eso todos los argumentos para demostrar su existencia fracasan.

En cambio, se llega al verdadero dios por el camino del amor y el sufrimiento, por el camino de lo no-racional. Este dios amado, fruto del sufrimiento, es la proyección del hombre concreto, su yo total. Es el ser ilimitado de Parménides.

"Creer en dios es anhelar que lo haya y es, además, conducirse como si lo hubiera". Así resume Unamuno la cuestión de qué es la fe para el hombre concreto: una idea vital, antirracional, que nos libre del agobio de sabernos mortales y nos obligue, como parte el contrato de trascendencia, a comportarnos conforme a ética.

Un concepto que para quienes compartimos una cosmogonía ayuna de dioses puede ser completado por cualquier otra idea vital y antirracional, como el arte o el amor, que también nos libran de la mala noticia de la mortalidad y que también nos demanda una conducta ética.